miércoles, 24 de diciembre de 2008

dos


Nos agarramos siempre a algo: a un manojo de llaves, al otro lado de la cama: a los barrotes de un balcón. El vértigo, entonces, es mirar hacia adentro y agarrarse a qué.
Tal vez comprendas así la locura: la ruptura interior: las ostias de la vida.
Un hombre borracho habla con un calcetín. Un hombre loco es el calcetín. Loco. Tarado. Esquizofrénico. Zumbado. Ido. Colgado. Pirado. Jarto. Chalado. Enajenado. Trastornado. Grillado. Poseído. Endemoniado. Turuleta. Raro. Don Quijote. Juana la loca. Van Gogh. Hanibal Lecter.
Si, por un casual, anulas tu boda justo el día antes, tus amigos te dicen: ¿acaso has perdido el juicio? El juicio, la sensatez, la lucidez, el sentido. Si por otro casual, dejas tu trabajo, vendes tu casa, rechazas una oferta estupenda, te haces monje budista, si dilapidas una fortuna y otra y otra, si, de la noche a la mañana, cambias de aires, de sexo, de círculo de amistades, todos, sin excepción, se harán la misma pregunta: ¿acaso has perdido la razón? La razón. La cordura. La estabilidad. El orden natural de las cosas. Lo convencional.
Hay una raya muy fina, blanca, transparente, que separa lo que es normal de lo que no lo es. ¿La ves? Yo, a veces, tampoco.
Un hombre borracho habla con un calcetín. Se tambalea. Se lo calza en la mano. Le forma la boca entre el dedo gordo y el resto de los dedos. Le insulta. Le abraza. Le pregunta ¿dónde? ¿por qué? ¿para cuándo? Donde están su mujer y sus hijos. Por qué se fueron. Para cuándo su regreso. Insulta. Abraza. Pregunta. Vomita. Duerme.
Un hombre loco es el calcetín. Sus manos. Su boca. Sus dedos. Sin preguntas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario