domingo, 28 de diciembre de 2008

doce


Cómo puede ser que llueva tanto
y que apenas nos mojemos,
que apenas un charco de pena y zapatos secos,
paraguas de papel o de piedra o de tijera.

Algo así como el Che Guevara en un pin
en una gorra de Dolce y Gabbana.

En algún momento encontraremos
minutos rotos
y labios que nos besen lejos de los dientes,
al borde siempre de naufragar
en las costas confusas de una mañana cualquiera.

once


A estas alturas ya sabemos que tenemos un termostato en los cojones. Treinta y cuatro grados. Esa es la temperatura óptima para producir espermatozoides de calidad.
Si la temperatura del cuerpo es mayor, los músculos escrotales se relajan para alejarse. Si hace frío se contraen para acercarse lo máximo al cuerpo en busca de calor.
Nuestros abuelos producían el doble de espermatozoides que nosotros. Trescientos millones cada vez que nos corremos.
Sólo cinco mil llegan al óvulo. Sólo uno, nos hace padres.
Dicen los expertos que los camioneros tienen espermatozoides de peor calidad que los albañiles.
Bartleby, el oficinista de Melville, debió de tenerlos peor que Oliveira, aquel caminante argentino en el París de Cortázar. Aunque haya que tener en cuenta que aquel argentino fumaba. Galouses. A veces empapados bajo la fina lluvia francesa.
Cualquier oficio que mantenga apretados los cojones entre los muslos y un asiento durante muchas horas es contraproducente para obtener unos espermatozoides con las mínimas garantías de que lleguen a buen puerto.
Veinte millones por milímetro de semen.
Por debajo de ese nivel, estás jodido. El sistema está atrofiado. La capacidad de reproducción queda mermada.
Está comprobado que los países desarrollados tenemos peor calidad de espermatozoides. La contaminación. Los aerosoles. El estilo de vida. El estrés. El tabaco. Todo lo que cabe más adentro de una bola de ping-pong.
Donde todo comienza. Donde todo estaba.
Pienso estas cosas. Lo hago a menudo. Empiezo cogiéndome a un hilo y tiro de él.
Lo pienso mientras espero a que salga Carlota de la consulta del ginecólogo.

jueves, 25 de diciembre de 2008

diez


Yo me quedé en otro lugar:
en éste:
lleno de ti:
vaciándote:
vacio de mí:
vaciándome:

yo me quedé en este lugar:
otro alguien se quedó.


Desde tu Buenos Aires mío.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

nueve


Hay en aquel bar un piano al que le faltan tantas teclas que uno, con los años, ha llegado a la convicción profunda de que entre las teclas que faltan se esconde algo. O alguien.
No sé cómo se llega a esa convicción. Intento no escribir lo que quise escribir ayer. Tal vez el aire. La luz baja. Las mesas de madera. Los diez años que ya llevo frecuentando ese bar.
Estamos todos más viejos. He llegado a comprender el dolor de las manillas del reloj. Que al tic-tac se le esté cayendo el pelo. Y le haya crecido ligeramente mucho la barriga.
El terrible encanto de las cosas que no cambian.
No recuerdo hace cuanto que no nos vemos. Tengo en la mesilla el libro que me regalaste sobre el arte de la fuga. Sobre Houdini y otras fugas.
¿Te fugaste tú, alguna vez?
En aquel bar podríamos fugarnos todos. Cada uno hubiese podido inventar la suya. Señales sin sentido.
A veces he creído que el que se esconde entre esas teclas que faltan soy yo. E imagino que no he sido el único en pensarlo. He imaginado demasiadas cosas en mi vida: imaginé a Marta y aquellos besos con sabor a Sugus que tenían. No soy más que alguien que teclea palabras sobre teclas que faltan. No me amarro. No me suelto. No entro. Tampoco salgo. Las cosas están pensadas para un determinado movimiento.
Hay frases que mueren matando: ya sólo te falta follar con un libro en la mano.

ocho


Hay días en que todo amanece con su forma equivocada.
El agua se divierte disfrazando al aire de marea.
Los sueños se despiertan comprobando que no somos más
que una mala pesadilla.
Los huecos moldean nuestros dedos
hasta hacer con ellos la saliva de otro tiempo.
Entre la poesía y el verso del poeta sobran todas las palabras,
entre tu cuerpo y el mío caben todas las distancias.

Días como esos en los que la brevedad es tan larga
que podríamos devolver al miedo su estrecha recta final.
En los que la diferencia dimite de su cargo de unidad de medida
para ser una más entre todas las verdades.
Y en los que cada equivocación es otra forma de evitar el fracaso.

Hay días en que las cosas esas de las cosas amanecen por su parte de atrás.

siete


Mientras todo transcurre, mientras aquellas cosas que una vez dejaron de estar entre nuestras piernas, mientras caigan los mismos y sean los mismos los que recortan, mientras los peligros se conjuran para encontrarnos, mientras nos encontramos en cada miedo, mientras tú y yo nos sigamos encontrándonos, mientras robe cada noche la mañana siguiente, mientras, tendrán lugar en otro sitio el espacio entre las letras.

seis


Vuelvo de donde no estuviste,
vuelvo para decirte que no ha cambiado,
que los lugares siguen teniendo su sitio,
que los olores, que los laberintos,
que las asas, que las tazas,
que sigue habiendo dos perros
y un libro en las manos:

un disco de vinilo en una grieta:

una grieta en los lugares donde estuviste.

cinco


Esto es por los viejos tiempos. Porque de algún modo hay que cerrar la historia. Lo que fuimos. Lo que dejamos de ser. Lo que somos. Lo que estamos siendo. Tal vez, entonces, alguien pueda decirme en qué consisten los finales, si, en verdad, hay cosas que terminan. Historias que dejan de ser narradas. El efecto es lento. Pero, de pronto, todo está en el aire. Hay historias que se cuentan con la punta de los dedos. Momentos únicos que son, tan sólo, lo hermosamente necesario. Lo imposible.
¿Cuántas veces intentamos alcanzar Ícaro? ¿Cuántas veces fuimos el Che? ¿Dónde voló Peter Pan? ¿Qué ciudad se quedó con nuestros pisa mierdas y nuestros palestinos? ¿Quién nos convenció, al final, que el amor era cuestión de dos?

cuatro


Aunque la noche es oscura, tal vez todo comenzó con el click de un mechero.

Siempre estoy empezando. Eso es lo que mejor se me da.
Empiezo relaciones. Empiezo historias. Empiezo proyectos, trabajos, amigos, ciudades. Cuerpos. Empiezo.
Pocas cosas termino. Casi todas abandono.
Tomamos decisiones en base a los miedos que nos da tomar otras. Lo que hay detrás de. Otras que.
Tal vez alguien pudiese decirme en qué consisten los finales. Si, en verdad, hay cosas que se terminan.
La historia que voy a contar no tiene otro misterio que la de ir uniendo palabra tras palabra hasta alcanzar eso que los astrónomos definen como el punto de no retorno: el horizonte de los sucesos.
Podría haber empezado de otro modo.
Empezar diciendo: aquella mañana el despertador sonó como las viejas retrasmisiones futbolísticas a capea entre el televisor y la radio: con cinco segundos de adelanto de la imagen: un horizonte al que estaba a punto de llegar, abordo de una barca y capitaneada, ni más ni menos, que por Steve McQueen.
O empezar diciendo: aquella mañana el despertador no sonó. Y como siempre sucede cuando uno se duerme, el día fue una sucesión de aceleraciones, frenazos y trompicones para llegar cinco, diez, veinticinco minutos tarde a todas las citas.
Esa sensación de no acabar nunca de alcanzar lo otro. De no estar en el lugar. Ni en el momento adecuado. Una imagen detrás de un sonido.
Una sucesión de aceleraciones, frenazos y trompicones típica de las películas de Steve McQueen: de aquellas persecuciones a bordo de un Austin Martin.
O, más simple aún, podría haber empezado diciendo: aquella mañana el despertador sonó y yo era Steve McQueen.
Podría.
Pero los índigos no dormimos bien.
Y los astrónomos definen el horizonte de los sucesos como el punto en que, una vez traspasado, cualquier elemento es absorbido en uno de esos agujeros negros que hay por el universo.
Sin posibilidad alguna de regresar.
¿Por qué narrar?
¿Por qué contar las cosas?
Y si seguimos una ley astrofísica, en un agujero negro, la gravedad es tan densa que ni la luz puede atravesarla sin descomponerse. Y que si una persona tuviese la mala fortuna de caerse en uno, su parte inferior sería absorbida con mucha mayor fuerza y rapidez que su parte superior, hasta partirla en mil pedazos.
¿Cómo narrar, entonces, que yo lo traspasé?
Soy un narrador con una historia rota.


tres


Mírame: no tenemos tiempo de mirarnos:
mírame: marcamos las huellas y otros nosotros caminaron:
mírame: mírame: no me mires sólo desde tu lado:
mírame: si sólo te abrazo no te alcanzo.

Mírame: tengo aquella lengua de trapo borrándome el rastro:
mírame: hay en lo frágil el ser humano:
mírame: dejemos de mirarnos con los ojos con los que nos miran
para mirarnos con los ojos con los que nos vemos:
mírame: acabo de saltar durante los anuncios publicitarios.


dos


Nos agarramos siempre a algo: a un manojo de llaves, al otro lado de la cama: a los barrotes de un balcón. El vértigo, entonces, es mirar hacia adentro y agarrarse a qué.
Tal vez comprendas así la locura: la ruptura interior: las ostias de la vida.
Un hombre borracho habla con un calcetín. Un hombre loco es el calcetín. Loco. Tarado. Esquizofrénico. Zumbado. Ido. Colgado. Pirado. Jarto. Chalado. Enajenado. Trastornado. Grillado. Poseído. Endemoniado. Turuleta. Raro. Don Quijote. Juana la loca. Van Gogh. Hanibal Lecter.
Si, por un casual, anulas tu boda justo el día antes, tus amigos te dicen: ¿acaso has perdido el juicio? El juicio, la sensatez, la lucidez, el sentido. Si por otro casual, dejas tu trabajo, vendes tu casa, rechazas una oferta estupenda, te haces monje budista, si dilapidas una fortuna y otra y otra, si, de la noche a la mañana, cambias de aires, de sexo, de círculo de amistades, todos, sin excepción, se harán la misma pregunta: ¿acaso has perdido la razón? La razón. La cordura. La estabilidad. El orden natural de las cosas. Lo convencional.
Hay una raya muy fina, blanca, transparente, que separa lo que es normal de lo que no lo es. ¿La ves? Yo, a veces, tampoco.
Un hombre borracho habla con un calcetín. Se tambalea. Se lo calza en la mano. Le forma la boca entre el dedo gordo y el resto de los dedos. Le insulta. Le abraza. Le pregunta ¿dónde? ¿por qué? ¿para cuándo? Donde están su mujer y sus hijos. Por qué se fueron. Para cuándo su regreso. Insulta. Abraza. Pregunta. Vomita. Duerme.
Un hombre loco es el calcetín. Sus manos. Su boca. Sus dedos. Sin preguntas.



martes, 23 de diciembre de 2008

uno


No estás sola:
quedan: ciertas palabras: ciertos encajes:
encajar mis manos en tu abrazo:
queda: no estas sola:
quedan: ciertos encajes:
queda: encajar tus palabras en mi lengua:
quedan: ciertas formas de otro lado:
ciertas formas de decir te amo:
una primavera en cada almohada:
un paraguas en la mirada:
queda: no estas sola: quedan aquellas cosas:
quedan: las mañanas en que todo empieza:
queda: en que todo empieza con que
no estas sola.