domingo, 22 de noviembre de 2009

veintitres


Aquel domingo de otoño en aquella ciudad desocupada, mientras encendía la radio, exprimía tres naranjas, pelaba un kiwi y ponía a tostar dos trozos de pan, Anette Bindu volvió a sentir lo mismo que llevaba sintiendo cada mañana desde que había llegado a París: que ella era una mujer sola.
Y que a partir de aquel instante nada volvería a ser lo mismo.
Ni si quiera su rostro.
Ni si quiera la marca de nacimiento en su ingle izquierda.
Ni si quiera el color bengé de su piano.
Anette Bindu: un rostro desocupado en la ciudad de los tejados.
Anette Bindu: para quien los tejados de París eran lo más cercano al más bello Stenway.
Anette Bindu: cuya concepción de la vida era tan breve que apenas sobrepasaba una frase: aunque pensemos que la noche es oscura, tal vez todo comenzó con el click de un mechero.

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