domingo, 28 de diciembre de 2008

once


A estas alturas ya sabemos que tenemos un termostato en los cojones. Treinta y cuatro grados. Esa es la temperatura óptima para producir espermatozoides de calidad.
Si la temperatura del cuerpo es mayor, los músculos escrotales se relajan para alejarse. Si hace frío se contraen para acercarse lo máximo al cuerpo en busca de calor.
Nuestros abuelos producían el doble de espermatozoides que nosotros. Trescientos millones cada vez que nos corremos.
Sólo cinco mil llegan al óvulo. Sólo uno, nos hace padres.
Dicen los expertos que los camioneros tienen espermatozoides de peor calidad que los albañiles.
Bartleby, el oficinista de Melville, debió de tenerlos peor que Oliveira, aquel caminante argentino en el París de Cortázar. Aunque haya que tener en cuenta que aquel argentino fumaba. Galouses. A veces empapados bajo la fina lluvia francesa.
Cualquier oficio que mantenga apretados los cojones entre los muslos y un asiento durante muchas horas es contraproducente para obtener unos espermatozoides con las mínimas garantías de que lleguen a buen puerto.
Veinte millones por milímetro de semen.
Por debajo de ese nivel, estás jodido. El sistema está atrofiado. La capacidad de reproducción queda mermada.
Está comprobado que los países desarrollados tenemos peor calidad de espermatozoides. La contaminación. Los aerosoles. El estilo de vida. El estrés. El tabaco. Todo lo que cabe más adentro de una bola de ping-pong.
Donde todo comienza. Donde todo estaba.
Pienso estas cosas. Lo hago a menudo. Empiezo cogiéndome a un hilo y tiro de él.
Lo pienso mientras espero a que salga Carlota de la consulta del ginecólogo.

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